Es 19 de Julio del año 2014. Se conmemora el 35 aniversario
de la caída de la dinastía de
los Somoza. Dinastía de sangre, de muerte, de dolor. Las memorias se agolpan en
mi cabeza, a pesar de tener en ese entonces unos pocos años de edad.
Todo tenِía
sentido en mi pequeño cerebro. El grito de
PATRIA LIBRE O MORIR no lo discutía. Mejor muertos que oprimidos. El
pueblo no podia vivir en constante terror. Ese terror del cual fui testigo cada
vez que aparecía la guardia. La gente se avisaba los unos a los otros, un
pánico inmovilizante te atrapaba al ver pasar los becats con los soldados
siempre con rifles en alto, rifles que no dudarían en usar y eso lo sabíamos
todos.
Aprendí a
quedarme callada y a contener la respiración cada vez que un guardia detenía el
vehِiculo familiar en que viajabamos. Mi madre siempre nos decía “la guardia” y
mi padre cambiaba de color. Al acercarse el soldado, mi padre sonreía, nunca
supe como lograba hacerlo. Cuenta mi madre que en la cajuela del carro habia
volantes del FSLN. Mi padre aprovechaba su puesto como fotografo y jefe de
fotomecánica del diario LA PRENSA y sacaba poco a poco los volantes que
repartía a discreción. Recuerdo haber visto uno con la foto de Pedro Joaquin
Chamorro y la frase “Nicaragua volverá a ser república”. Mi madre sufría
terriblemente con eso. Qué nos pasaría si alguna vez nos llegaban a encontrar
tales afiches?
Viví la
incertidumbre de la insurrección, el temor de no saber si te iba a caer un
rocket en la cabeza o si en una de las barridas de la guardia te irías vos
también. La guardia llegaba a tu casa, golpeaba la puerta con la culata del
rifle y te obligaba a quitar las barricadas que la guerrilla había levantado. Los
guerrilleros volvían al día siguiente y volvían a poner las barricadas y así
pasabamos los días, sin luz, sin agua, sin comida y escuchando las bombas y
balas a lo lejos. Calculabamos la distancia de las explosiones para saber si ya
venían cerca. Tuve suerte de vivir en un lugar donde hubo poca actividad bélica
y no vi muertos en las calles.
Mi corta edad
no me permitió guardar recuerdos de forma más ordenada y con más lógica pero si
recuerdo ese día, el gran día cuando Somoza finalmente huyó del país. Lo
supimos porque la guardia entró como loca a las casas pidiendo zapatos y ropa
de civil para cambiarse y que los guerrilleros no los reconocieran. Habíamos
logrado sintonizar una radio que confirmaba que el dictador se había marchado en
un avión privado. Mi próximo recuerdo es en la plaza recibiendo a los
guerrilleros. Una felicidad inmensa me inundaba. Ya no había guerra, ya no
había dictador, eramos un país libre y de ahí en adelante solo nos
preocuparíamos por ser un país mejor.
En mis
recuerdos salteados,me encuentro de regreso en el colegio,el Experimental
México. Ahora me tocaba enfrentarme a otra realidad. Uno de los patios había sido
utilizado para fosas comunes donde habían enterrado cienes y cienes de muertos
en la insurrección. Bello Horizonte y los sectores aledaños habían sido bombardeados
y el colegio era el único lugar donde podían enterrarlos en la prisa para que
no hubiera alguna epidemia. De pie ante las tumbas, alguien nos explicó lo que
era una fosa común. En el aula de clase, las historias de terror de mis
compañeros que habían vivido tiroteos y bombardeos. Mi mente infantil asimiló
todo, guardandolo como una promesa y compromiso de hacer lo posible para hacer
un país mejor.
Vino la
campaña de alfabetización. Era mi deseo poder enseñar a leer a los que no
podían.
“y también
enseñenles a leer…” resonaba en mi mente como un eco sonoro y fuerte.
Por supuesto que debido a mi corta edad era imposible. Tuve que conformarme con los cursos comunales para niños mientras las escuelas estuvieran cerradas por la campaña. Pero todo era bonito. Nos daban una especie de cajeta que no tenía buen sabor pero eramos los mimados de la revolución y esos dulces tenían hierro y vitaminas que nos harían sanos y fuertes mientras todo era alegría en el campamento, cantando canciones para niños y aprendiendo manualidades. Al volver al colegio era casi predecible que me alistaría en la Asociación de Niños Sandinistas. Usaba mi pañueleta roja y negra al cuello con mucho orgullo. Me consideraba una revolucionaria irremediable, llena de fervor y de compromiso hacia mi país.
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Mi esposo si tenía edad para alfabetizar y así lo hizo. En el bus, al fondo delante de el de sombrero, rumbo a Zelaya Central. |
Por supuesto que debido a mi corta edad era imposible. Tuve que conformarme con los cursos comunales para niños mientras las escuelas estuvieran cerradas por la campaña. Pero todo era bonito. Nos daban una especie de cajeta que no tenía buen sabor pero eramos los mimados de la revolución y esos dulces tenían hierro y vitaminas que nos harían sanos y fuertes mientras todo era alegría en el campamento, cantando canciones para niños y aprendiendo manualidades. Al volver al colegio era casi predecible que me alistaría en la Asociación de Niños Sandinistas. Usaba mi pañueleta roja y negra al cuello con mucho orgullo. Me consideraba una revolucionaria irremediable, llena de fervor y de compromiso hacia mi país.
Entonces vino
“la contra”. Lógico, la guardia no podia dejarnos en paz. De repente también
teníamos un bloqueo economico. Empezamos a no tener comida, o a comer racionado
o a comer comida de unas latitas con letras rusas. Mi madre trataba de
descifrar su contenido antes de abrir las latas. Recuerdo su cara de miedo al
abrir cada una porque no teníamos ni idea de lo que nos comeríamos. Pero eso no
importaba, eramos un pueblo libre, con dignidad, un pueblo admirable, que
resistía guerra , muerte y hambre a cambio de su libertad.
La compañera
Rosario bajando de un avión con el presidente Daniel Ortega. Mi madre y yo
sentadas frente al televisor viendo las noticias de la tarde. La compañera
lucía un corte varonil con una bufanda de seda y una sonrisa radiante. Según el
comentario del locutor, los mandatarios regresaban de una gira en Europa y el ultimo
país había sido Francia. Mi madre estupefacta comentaba que cómo se le ocurría
a la señora hacerse ese corte, que eso era para las francesas de rostro fino y
perfilado. Para esa época tal vez yo había llegado a los once años pero fue la
primera vez que mi pensamiento crítico me tomó por sorpresa. “Esperen, me dije.
Cómo así que gira por Europa, Francia, bufanda de seda, corte a la moda? No es
que estamos en guerra, en escasez, en bloqueo económico? Esa vez, fue la
primera vez que me di cuenta que algo no encajaba entre el discurso
revolucionario y la realidad.
Poco a poco,
a medida que fui creciendo, me di cuenta, sin que nadie me dijera, que nuestros
muchachos eran llevados a la fuerza a una guerra sin sentido, que mis
compañeros de clase, vecinos y amigos de la iglesia volvían en bolsas de plástico
hechos pedazos por minas o bombas enemigas mientras los que los mandaban viv
ían en opulencia y en directa contradicción a los ideales que decían defender. Perdí
mi inocencia, no sé cómo ni cuándo. Tal vez fue cuando comprendí que los nueve
comandantes y sus allegados no comían de las latitas rusas, ni cocinaban con manteca
de tiburón, ni hacían fila para comprar alimentos, ni tenían que medir con
mucho cuidado la tacita de arroz para que alcanzara hasta el fin de mes. Tal
vez fue cuando me di cuenta que los otrora guerrilleros vivían en una inmoral
riqueza, llenos de lujos y comodidades mientras el pueblo lloraba a sus hijos. O
quizás, solo quizás, fue cuando cuando nos avisaron que nuestro compañero de
colegio, un chavalo buena gente, pacifico y algo tímido había volado en pedazos
y que no habían podido recuperar su cuerpo, así que solo podríamos ir a una
misa en su honor mientras los señores del gobierno hacían giras a Europa… tal
vez… solo tal vez.